domingo, 26 de marzo de 2017

El ciego de nacimiento: IV Domingo de Cuaresma

En estos domingos de Cuaresma, la liturgia nos ofrece a través del evangelio de san Juan un verdadero itinerario bautismal: el domingo pasado, Jesús prometió a la Samaritana el don del «agua viva»; hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como «la luz del mundo»; dentro de una semana, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como «la resurrección y la vida».


¡Agua, luz, vida! Tres símbolos del bautismo, sacramento que «sumerge» a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna. Detengámonos brevemente en el ciego (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad del tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). Ante el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la vida, para ser feliz y para alabanza de su gloria. Así que pasa inmediatamente a la acción: con un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho, «Adán» significa «suelo», y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos de la tierra. El problema surge acto seguido: Esa curación suscita un encendido debate, porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Buena la armó el recién curado cuando, ante tanta insistencia farisaica, les preguntó si no pretendían también ellos hacerse sus discípulos. No acabaron con él a bastonazos de milagro.

Así que, al final del relato, Jesús y el ciego son «expulsados» por los fariseos: el uno, por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego constituye el culmen narrativo de tan divertida historia: « ¿Crees tú en el Hijo del hombre?» (Jn 9, 35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: «Creo, Señor» (Jn 9, 38). Conviene destacar cómo una persona sencilla y sincera, recorre de modo gradual un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías.


La multitud en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece, no sé si distinta y distante, pero sí distante e indiferente, sin duda Dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el «gran pecado» (cf. Sal 19, 14): el orgullo. ¡Ninguna definición mejor de los fariseos que la ceguera del corazón! . A la postre, no hay peor ciego que el que no quiere ver. El domingo del ciego de nacimiento, pues, presenta a Cristo como luz del mundo y luz del Día. El suyo es un Evangelio que nos interpela a cada uno de nosotros: « ¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma gozoso el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente presto a subir por su escondida y empinada senda. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él al único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz». San Agustín llegó a decir que en ese ciego está representado el género humano (Sermón 136 A 4).
Comentario de Pedro Langa
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